Desde muy chico me consideré una persona escéptica. Quizás por la educación que recibí, o por esa necesidad de comprobarlo y explicarlo todo. Sin embargo, a lo largo de los años, hubo experiencias que me empujaron —a veces sin querer— a mirar más allá de lo evidente. Por más racional que uno sea, hay cosas que simplemente no encajan en ningún modelo científico. Y aunque soy un firme defensor del pensamiento crítico, también creo que hay un límite, una frontera difusa donde lo desconocido se asoma.
Si estás leyendo esto, probablemente compartas esa curiosidad. Esa pulsión por acercarnos a lo que no entendemos. Quizás también has sentido, en algún momento, una presencia o que algo te observa. Tal vez hasta has llegado a preguntarte si fue real, o mera imaginación. Pero hay situaciones que, por más vueltas que les demos, se resisten a ser reveladas. Esta es una de ellas.
Cuando tenía tres años, mis padres se mudaron a una antigua casa grande, estilo chalet, en Bernal, al sur del Gran Buenos Aires. Yo tengo memoria desde los dos años, y puedo decir con certeza que, desde el primer día en esa casa, sentí algo. No era tan solo una presencia, una carga muy inusual. Una energía que no sabría describir pero que, sin lugar a dudas, se hacía notar. Esa primera noche tuve una pesadilla. Y luego otra. Y otra. Solo lograba dormir tranquilo si me metía en la cama de mis padres.
Con el tiempo aprendí a convivir con eso. A disimularlo. A dejar de pensarlo. Pero la casa seguía ahí, presente, y cada tanto dejaba caer algún signo: un ruido en medio de la noche, pasos en las escaleras, murmullos en los pasillos, sombras que no eran nuestras. Algunos vecinos comentaban cosas extrañas sobre los antiguos dueños, pero nadie daba detalles ni terminaba de confirmar nada. Como si hablar demasiado pudiera despertar algo.
La casa era imponente. Según lo que supe después, fue construida por un sacerdote que también era arquitecto, en la década de 1930 o inclusive antes. Una casa neoclásica de 500 metros cuadrados, con columnas blancas, pisos de mármol, un salón enorme y una escalera coronada por un candelabro de cristal. Tenía tres habitaciones arriba, más dos baños. Abajo, una cocina-comedor que daba a un amplio jardín, un baño y una habitación adicional al fondo del garaje, como pensada para un sirviente.
Si bien es una casa de clase acomodada, siempre me llamó la atención su distribución. Algo en la manera en que estaban conectados los ambientes me recordaba a esos antiguos conventillos porteños: Edificios adaptados para albergar a muchas personas, con espacios divididos y superpuestos. Lo pensé tantas veces que llegué a soñarlo. En uno de esos sueños, después de la muerte del cura —que según la historia no tuvo hijos—, la casa era ocupada por inmigrantes europeos de aquella época (españoles, italianos, francés, ingleses y hasta alemanes). Escuchaba sus discusiones, sus gritos, sus pasos, puertas que se cerraban, voces que parecían escabullirse entre los muros.
Algunos amigos que me visitaban tenían sensaciones extrañas, cierta incomodidad. Uno de ellos, que había tenido experiencias paranormales, vio una vez a una mujer de unos cincuenta años, vestida de negro, parada junto a la escalera. Le tomó un par de segundos decírmelo tras quedarse congelado.
Los años pasaron y, cuando ya estaba en la universidad, luego de varios intentos de atracos en el barrio, finalmente entraron a robar. Ataron a mi madrina. La policía vino, pero no hizo nada. Uno de los oficiales incluso comentó, entre risas, que con una casa así, él también entraría a robar. Fue el punto de quiebre. Mis padres decidieron mudarse a la Capital, y dejamos la casa atrás.
Pero dos años más tarde decidí volver.
Le ofrecí a una amiga probar vivir juntos en la casa. Era demasiado espacio para mí solo. Nos mudamos con sus dos gatos persas. Al principio todo parecía normal. Pero apenas crucé la puerta el ambiente era tan denso que sentí como estar sumergido en una piscina muy profunda. En los casi 22 años que llevaba viviendo ahí nunca había sentido esa densidad tan presente como ese día, parecía que “algo” se había apoderado del lugar en esos dos años que la casa estuvo “deshabitada”.
Mi amiga, mucho más escéptica que yo, no sintió nada… al menos al principio. Pero con el correr de los meses, empezó a cambiar. Ambos lo hicimos. Estábamos agotados, sin energía, como si algo nos drenara constantemente. El ambiente se volvió aún más espeso, casi agobiante. No discutíamos ni pasábamos por ningún conflicto. Simplemente, nos marchitábamos.
Una noche, cerca de las 12:00, me acerqué a su habitación. Estaba recostada en la cama, en pijama, con los lentes puestos, leyendo un libro. Las gatas dormían a su lado. Le propuse ir a tomar un café a la estación de servicio que quedaba a unas cuadras.
Salimos así, en pijama, sin pensarlo. Pedimos un café con leche y nos sentamos a una mesa. Hubo un momento de silencio en el que nos miramos con detenimiento.
—Somos dos viejos —le dije—. Míranos. Estamos destruidos.
Ella se rió con cansancio.
—Literalmente —dije—. Parece que lleváramos cuarenta años casados, que nuestros hijos ya se fueron, seguimos viviendo juntos solo por costumbre con tal de no pagar el divorcio. Vivimos con dos gatos y tomamos café con leche a la una de la mañana como dos jubilados que olvidaron sus pastillas para dormir.
Nos reímos un poco más, pero no por gracia. Era más un reconocimiento amargo de lo que nos estaba pasando. Al día siguiente, salí a la calle y hablé con algunas de las vecinas más antiguas del barrio. Después de algunas preguntas me confirmaron que los rumores eran ciertos: uno de los antiguos propietarios se había suicidado en la cocina con una escopeta, luego de que su pareja muriera en un accidente.
La historia encajaba, aunque no explicaba del todo lo que sentíamos en esa casa. Porque lo que estaba ahí —si es que había algo— no era solo dolor o tristeza. Tampoco era una simple presencia. Era algo mucho más profundo y envolvente que parecía haber echado raíces en la casa. Algo que no buscaba ser visto, pero tampoco olvidado. Y nosotros no éramos más que dos “inquilinos con contrato temporal”.

