La noche estaba extrañamente cargada. Un silencio espeso cubría la casa. Mi amigo y yo conversábamos en la mesa del comedor sobre los eventos paranormales que habían ocurrido en los últimos meses. Yo había comenzado a contarle sobre uno de los antiguos dueños de la casa, un hombre que, según se decía, se había quitado la vida con una escopeta justo en la cocina, a escasos metros de donde estábamos sentados.
La conversación fluía entre risas nerviosas y silencios incómodos. Él me escuchaba atento, sentado frente a mí. Yo daba mi espalda hacia la puerta divisoria, que conectaba con el salón principal y, más allá, la entrada de la casa. De pronto, su expresión cambió.
Frunció el ceño, algo incomodo y murmuró:
—¿La puerta está abierta?
Me giré sobresaltado. Efectivamente, la puerta de entrada estaba entreabierta. Frente a ella, inmóvil, estaba la gata persa de mi amiga, con quien yo compartía la casa en ese entonces. Me levanté de inmediato, temiendo que saliera corriendo hacia la calle. Crucé el comedor y el salón a zancadas y me detuve al llegar a la entrada principal.
La gata no se movía. Permanecía sentada, mirando hacia afuera, petrificada como una estatua. Fue entonces cuando lo vi: una pequeña silueta oscura, como la de un gato negro, asomándose por el umbral. Me quedé paralizado solo por un instante, lo suficiente para ver cómo se desvanecía antes de cerrar bruscamente la puerta por miedo a que la gata escapara.
Regresé a la mesa con el corazón en la garganta. Me senté y pregunté a mi amigo:
—Estoy loco o… ¿vos también escuchaste ese ruido?
—Sí —dijo él, con la voz apagada, los ojos perdidos y temblando de miedo—. Lo escuché.
Un sonido extraño, profundo, como el de una lechuza. No pareció venir de ningún lado en particular, pero llenó el ambiente como si se hubiese metido en las paredes.
Pasaron algunos minutos en un silencio tenso, como si ambos esperáramos que algo más ocurriera. Y ocurrió.
—La gata… —dijo mi amigo, señalando hacia la puerta divisoria—. Nos está mirando.
Me di la vuelta lentamente. Ahí estaba, justo en la mitad de la puerta del lado del salón bajo la penumbra, completamente de perfil, el cuerpo extremadamente arqueado, con la cabeza girada hacia nosotros y las pupilas dilatadas como si estuviese poseída. Nos observaba con una intensidad indescriptible. En ese instante abrió la boca.
Lo que salió no fue un maullido.
Fue el mismo sonido de antes, algo parecido al ulular de una lechuza o vaya uno a saber qué. Nos quedamos congelados. Y tras un par de segundo, la gata se deslizó silenciosamente hasta desaparecer en la oscuridad del salón.
Trabé la puerta divisoria con un palo de escoba y llamé de inmediato a un amigo del vecindario, alguien que había lidiado con situaciones aún peores en su propia casa. Le pedí que viniera de inmediato. No me importó la hora ni si pensaba que estaba exagerando. Yo sabía que lo que estaba ocurriendo era real.
Llegó en menos de diez minutos. Atravesamos el salón intentando contener el miedo. Lo hice pasar y nos quedamos los tres —él, mi amigo y yo— observando a la gata. Entonces ordené a mis amigos prestar extrema atención a lo que estaba sucediendo, comencé a relatar la secuencia completa para no olvidarla jamás. Los tres éramos testigos.
La gata ahora estaba en la escalera que subía a la planta alta. Había elegido un escalón preciso, justo a la altura de nuestros ojos. Desde ahí, seguía mirando con sus enormes ojos negros algo que ninguno de nosotros podía ver.
Primero pensé que estaba quieta, pero no. Seguía sutilmente con sus ojos, algo que se movía, justo detrás de nosotros. Los tres nos volteamos cuidadosamente al mismo tiempo, aunque sabíamos que no veríamos nada. Pero lo sentimos. El aire se volvió denso como cuando cambia la presión antes de una tormenta.
Entonces, la gata giró la cabeza, siguiendo con precisión el movimiento de “eso”, que comenzaba a subir la escalera. Ella marcaba el ritmo de los pasos invisibles segundo a segundo. De repente, retrocedió, como si diera paso a “alguien”.
Escalón por escalón, sus ojos acompañaban a ese ente invisible. Cuando desapareció de su campo de visión y se escuchó la puerta de mi habitación cerrarse suavemente, se quedó quieta por un momento, y luego volvió su rostro hacia nosotros con su penetrante mirada.
Un maullido breve, apagado. Casi triste. Un sonido que no tenía rabia ni advertencia. Solo miedo.
Entonces lo comprendí. Aquello no solo se había manifestado. Llevaba mucho tiempo ahí. Pero nunca antes se había mostrado de manera tan evidente.
—Muchachos… esta noche no duermo acá.
No fue una decisión. Fue una necesidad. Salí con lo que tenía puesto, sin mirar atrás. Nos fuimos los tres a la casa de mi vecino, quien por suerte o por costumbre tenía un cuarto preparado para estos eventos, completamente aislado del resto de la casa.
Han pasado años desde aquella noche, pero recuerdo cada detalle con absoluta claridad, esa sensación de ser observado y medido por algo que no podía ver.
Porque hay cosas que no estamos hechos para entender ni para enfrentar.
Algunos silencios son claras advertencias. Y no hace falta ser ni genio ni vidente para saberlo.
