Estaba por comenzar la primavera; me encontraba en alguna parte de la Patagonia argentina, cerca de los Andes. Había conducido durante horas por una ruta rodeada de bosque. La incertidumbre tomaba protagonismo a cada kilómetro: no sabía hacia dónde me dirigía, pero algo o alguien me esperaba. Finalmente, llegué a las orillas de un lago. El agua reflejaba un cielo despejado, y una cabaña de madera y piedra, tan característica de la región, complementando el paisaje boscoso y montañoso.
Por un momento, creí que se trataba de un refugio abierto, así que bajé del auto y me acerqué. Antes de que pudiera tocar la puerta, ésta se abrió delicadamente. Una amable ama de llaves de unos 50 años se asomó, me sonrió y, sin siquiera decir una sola palabra, con un gesto generoso, me invitó a pasar. Entramos por la cocina; dentro de la cabaña, las persianas dejaban pasar suficiente luz. La mujer cerró la puerta y me ofreció un vaso de agua. Mientras ella cortaba unas papas y zanahorias, me llamó la atención una puerta abierta que conducía a la sala de estar. Al cruzarla, noté cómo la luz se volvía más tenue, como si el mismo lugar intentara ocultar algo en sus rincones. Un olor a humedad me invadió; parecía que aquel sitio no había conocido el aire fresco en décadas.
El salón presentaba una colección de antiquísimos, pero lujosos, muebles de madera. A mi derecha, deslicé la mano sobre el estante de una biblioteca vacía, donde lo único que encontré fue polvo. Al fondo, a la izquierda, en un rincón cubierto de penumbra, vi dos sillones. Dos figuras difusas se perfilaban entre las sombras, como si me hubieran estado esperando desde el momento en que crucé la puerta. Avancé con cautela. Cuando me acerqué, una vieja lámpara se encendió de repente, revelando ambas figuras. Eran dos ancianos de grandes dimensiones y aspecto inquietante. Sus pieles pálidas parecían casi traslúcidas, como si la vida apenas las tocara. Sus rostros delgados y envejecidos mostraban una especie de maldad desconocida. Un escalofrío recorrió mi espalda; era incapaz de alzar la mirada.
—Bienvenido seas —dijeron al unísono, sus voces entrelazadas con una cadencia extrañamente desafiante.
Mi corazón se aceleró hasta ser lo único que retumbaba en el salón. Algo en el gesto de sus manos apoyadas sobre sus bastones de madera y plata me advertía de un peligro inminente, pero mis piernas estaban tan tiesas como las raíces de un árbol. Fue entonces cuando los vi desenfundar sus llamativos bastones. En sus huesudas manos, sostenían cuchillos de hoja brillante y afilada; las empuñaduras de madera parecían grabadas con símbolos indescifrables.
—Es solo un sueño —me dije, intentando calmar el pánico que me paralizaba.
De repente, escuché cómo la puerta de entrada se cerró detrás mío con un golpe seco. Giré la cabeza, pero ya era tarde. Ambos sujetos se abalanzaron sobre mí, derribándome contra el suelo. En un abrir y cerrar de ojos, me vi forcejeando, tratando de zafarme de sus enormes manos. Las hojas afiladas se acercaban cada vez más a mi piel.
Súbitamente, uno de ellos hundió el filo en mi abdomen, dejándome sin aliento. El retumbar de mis latidos se detuvo, pero no sentí dolor alguno. No había sangre, solo silencio. El cuchillo se deslizó dentro de mí, como si mi cuerpo no ofreciera resistencia. La confusión se mezcló con el terror. “Esto no puede ser real”, pensé. No debía serlo. En medio de la desesperación y el forcejeo, todo comenzó a desvanecerse a mi alrededor.
Desperté en mi cama, jadeando. El aire de la habitación me envolvía como una toalla fría y húmeda. La luz de la luna llena entraba por la ventana a mi derecha. Miré hacia el frente y, en la penumbra, vi una sombra encorvada de más de dos metros, alzándose hasta tocar el techo. A mi derecha, mi compañero de habitación dormía, murmurando en sueños. Aquella sombra se desplazó lentamente desde mi cama hacia la suya. Una vez sobre él, mi compañero, aún dormido, comenzó a llorar, retorciéndose entre las sábanas. Sus lamentos, apenas audibles, llenaron el aire de angustia, como si la pesadilla hubiese atravesado un portal hacia nuestra realidad.
Conteniendo el pánico, extendí mi mano temblorosa sobre la mesa de luz, buscando algo que confirmara si aquello era una pesadilla o la realidad. Mi intuición me decía que eran las 3:00, y efectivamente la pantalla de mi celular marcaba la hora maldita. Solté el teléfono y me envolví en mis sábanas, intentando ignorar los lamentos de mi compañero y el escalofrío que recorría todo mi cuerpo. Aquella presencia inundaba la habitación, me sentía observado. Atrapado bajo el peso de mi propio miedo, realicé un último esfuerzo y me entregué al sueño profundo.
Cuando desperté al día siguiente, la luz del sol bañaba la habitación. La sombra había desaparecido, pero sabía que aquello no había sido solo un sueño. Algo de aquella dimensión se había escapado, dejando en mi mente pensamientos que no tenían intención de disolverse.
Nota:
Normalmente, ante este tipo de situaciones, suelo tomar mi teléfono, grabar y anotar todo lo que sucede. Sin embargo, el miedo tomó tal control sobre mí, que me impidió cualquier tipo de registro, salvo el impacto en mi memoria. Aún me cuestiono la veracidad de este relato, pero, sin lugar a dudas, la sensación sigue igual de vívida a pesar de los años.