Ni Deidad Ni Demonio

No fue en un templo, ni en una meditación ni en un sueño…

La primera vez que salí de mi cuerpo fue en un bar cualquiera, una noche como tantas. Tenía apenas dieciocho años. Estaba con mis amigos de siempre, entrando al mismo lugar de siempre. No había bebido ni probado nada. Solo recuerdo que, al atravesar el portal, la vi. Era la chica de quien me enamoré por primera vez. No la esperaba, ni pretendia nada, pero algo extraño ocurrió: una especie de mareo repentino, como si la presión me hubiese caído de golpe. Me sentí abombado, casi ausente.

Les dije a los chicos que necesitaba sentarme. Uno de ellos me ofreció un vaso de agua, pero lo rechacé. Quise creer que era algo pasajero. Pegada a los ventanales, a la izquierda del pasillo de entrada, había una silla solitaria.
Entonces me senté… y me fui.

Sin transición, sin aviso, me vi desde arriba. Desde el techo. Mi cuerpo seguía ahí, quieto, con la mirada perdida. Pero “yo” estaba en otro lugar, suspendido. Una versión etérea flotaba a unos metros del suelo y observaba todo desde una perspectiva cenital.

Tomando de referencia mi cuerpo físico, en un radio de dos metros, todo era nítido: la silla, mi pelo, mi ropa hasta mis zapatillas. Pero, más allá, el mundo parecía desdibujarse. Las personas no eran más que siluetas amorfas, envueltas en una bruma espesa y oscura, que se balanceaban al ritmo de una música sorda. La atmósfera era densa y la luz intensa. En la periferia, el bar se desvanecía en la nada que no era negra, sino blanca.

Supuse que algo me había expulsado de mi cuerpo. Todo transcurría en cámara lenta, pero mi mente funcionaba con una claridad que jamás había experimentado. Pensamientos profundos emergían sin esfuerzo, encadenándose en una secuencia ininterrumpible.

Reflexioné sobre el ego, la conciencia, la vida, la muerte. Sobre el caos, la armonía, el instante y el más allá. Cada concepto se desplegaba con una precisión inquietante, como si me estuvieran dictando una verdad universal. Sentía que me estaban revelando algo —o todo—, y que ese conocimiento me empujaba a un vértigo existencial absoluto.

Por un instante eterno, creí que ese era el fin. El tiempo se disolvió. Ya no había arriba ni abajo, ni pasado ni futuro. El miedo a la muerte era insignificante comparado con una angustia mucho más pesada: ¿Y si nada de esto es real? ¿Y si no existo? ¿Y si nunca he existido y nunca existiré?

Entonces surgió una voz. No era una voz externa, ni mental, sino algo más profundo: un susurro, una intención. Me dije: puedo ponerme fin o seguir… pero seguir, ¿hacia dónde?, ¿para qué?

Detrás de mí, sentí una presencia. No era ni deidad ni demonio, tampoco una entidad. No era singular ni plural. Era una fuerza inmensurable… tan intimidante, tan omnipresente. La sola idea de girar la cabeza me paralizó. No quería ver. No era el momento.

Como un eco, surgió la respuesta:
Si dejo de existir ahora, renuncio a aprender, a enseñar, a crear, a ayudar, a compartir, a amar.

Entonces mi mente se apagó.
Todo se volvió blanco.
Y regresé.

Abrí los ojos. Estaba sentado en la misma silla. La música seguía sonando, la gente reía, cantaba, bailaba. Mis amigos estaban dispersos entre la multitud. El reloj en mi muñeca apenas marcaba unos minutos de diferencia, pero para mí habían pasado horas. Muchas horas.

Me levanté algo aturdido y caminé hacia la barra. Nadie pareció notar nada.
Al salir del bar, un amigo se acercó a preguntarme si estaba bien. Con la mirada perdida, permanecí en silencio. No podía distinguir qué era real y qué no.

Él me tomó del hombro y dijo:
—Vamos a casa.

Caminamos en mitad de la noche, atravesando uno de los barrios más peligrosos de zona sur, en Buenos Aires. Yo simplemente seguía sus pasos, hasta que nos detuvimos frente a su casa. Me ofreció pasar la noche. Sin responder, di media vuelta y seguí caminando. No fue por orgullo. Me sentía como una sombra sin cuerpo. Algo en mí había muerto.

Cuando llegué a casa, me encerré en mi habitación durante tres días.
Tardé varios meses en procesarlo, años en poder contarlo.

Ha pasado más de una década.
Lo que entonces fue miedo a la no existencia,
hoy es gratitud por la existencia.

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