Los días pasaban y la energía de la casa seguía fluctuando. Mi madrina, que en ese entonces nos ayudaba con la limpieza, afirmaba sentir lo mismo que yo: puertas y ventanas que se abrían y cerraban sin razón aparente, objetos que caían, ruidos inexplicables, y esa constante incomodidad, como si algo merodeara las habitaciones.
Yo intentaba aferrarme al escepticismo, pero las tensiones seguían creciendo.
Un día, volví de la universidad con mi amiga. Mientras ella preparaba algo para almorzar, subí a mi habitación y me dejé caer en la cama, vencido por la invisible densidad del ambiente. Cerré los ojos y caí de inmediato en un sueño profundo.
Era de noche en la ciudad. Manejaba por un barrio que se parecía a San Telmo. No estaba seguro de que yo fuese el protagonista, Iba acompañado, aunque no recuerdo por quién. En una intersección, el auto frente a nosotros fue embestido por un camión. Vimos cómo los cuerpos del conductor y su acompañante eran aplastados en cuestión de segundos.
Sentí el impacto como si me atravesara en carne propia: el crujido de la caja torácica, el rebote del cráneo, la fractura de las vértebras… Un último aliento. Luego oscuridad y silencio.
Y en un acto reflejo, accioné el freno de mano justo a tiempo y evitamos colisionar.
Aun así, el horror del accidente quedó grabado. El miedo tomó el control. Dimos marcha atrás, tomamos una calle paralela, como si quisiéramos retroceder en el tiempo y olvidarlo todo. Por el retrovisor vi las luces de la ambulancia y la policía. Aceleré. No queríamos ser testigos, solo desaparecer sin dejar rastro. Doblé en varias esquinas hasta toparme con una calle sin salida. La luz se intensificaba por detrás. Mi mente se detuvo. Ya no había escape. Enceguecidos, nos entregamos.
Desperté de golpe. Salté de la cama aún agitado, bajé las escaleras y me senté en la punta opuesta de la mesa. Mi amiga seguía comiendo.
—¿Te pasa algo? —preguntó.
—No sé qué me pasa —dije—. Tuve un sueño muy raro y siento una necesidad urgente de escribirlo.
Sin pensarlo, abrí la computadora. Las palabras brotaban solas, mis dedos se movían como los de una marioneta. No pensaba en nada, solo observaba cómo el texto se formaba. Como si el sueño, o lo que fuera aquello, necesitara escapar a través de mí.
Cuando terminé, cerré la laptop, me levanté por un vaso de agua.
—¿Che, en serio estás bien?
—No …
Volví a sentarme y leí lo que había escrito. Una extraña sensación invadió mi cuerpo. Esa historia, esa visión, no me pertenecía. Era ajena.
Durante meses había practicado sueños lúcidos, explorado mis sentidos en otros planos. Pero esto era distinto. Algo o alguien se había servido de mí para manifestarse.
Recordé lo que me había dicho mi amigo: “es creer o reventar”. Le pedí el contacto de una médium que le había hecho una limpieza energética en su casa.
La mujer me respondió al día siguiente. Dijo que haría la limpieza a distancia, de forma astral, y que necesitaría medio día para completarla. También pidió que nadie estuviera presente durante el proceso. Justo ese fin de semana, mi amiga se iba de viaje, mi madrina no pasaría hasta el lunes, y yo planeaba visitar a mis padres. Era el momento ideal.
El domingo la médium me envió un audio relatando lo que había encontrado. Según ella, había cinco entidades habitando el lugar. Cuatro eran no encarnadas, mientras que la quinta era el expropietario, quien se había quitado la vida de un escopetazo en la cocina. Él no era hostil sino un rehén que intentaba huir de los otros, aparentemente fue quien buscó comunicarse conmigo. Fue él, decía ella, quien intentaba comunicarse conmigo: el que llamó la atención del gato aquella vez, el que se proyectó en mi sueño, el que buscaba un canal para liberarse.
Una de las entidades coincidía con la mujer de cabello oscuro que un amigo había visto. Era la más poderosa. Los otros tres tenían forma humanoide sin rasgos definidos. Cada uno ocupaba un rincón distinto y se alimentaba de quienes estábamos vinculados al hogar. La mujer se nutría de mi madre, influenciando su necesidad obsesiva de proteger la vivienda; los otros se alimentaban de mi padre, mi amiga y de mí.
Mi madrina era la menos afectada, quizá porque mantenía el orden. Mi amiga y yo, en cambio, éramos vistos como alimento.
La médium aseguró haber roto los lazos kármicos que nos ataban, purificado cada rincón y guiado el alma del expropietario hacia su descanso.
No le conté nada a nadie. Quería comprobarlo por mí mismo.
El lunes, luego de la universidad, fui directamente a casa. Al entrar, algo había cambiado. La atmósfera opresiva ya no estaba. Recorrí cada habitación, incluso el baño del fondo, ese que no usaba hacía casi un año por una sensación de amenaza que no podía explicar. Todo se sentía etéreo. Por primera vez en mucho tiempo, me sentí en paz en mi propia casa.
Una hora después llegó mi madrina. Apenas cruzó la puerta, me miró:
—Se siente diferente —dijo sin que yo dijera una sola palabra—. Como si ya no hubiese nada… antes me daba miedo estar acá.
Entonces le conté todo.
Mi amiga volvió esa misma tarde. También se sentía con más energía. Los gatos comenzaron a correr y jugar como antes, sin miedo.
Nada volvió a ocurrir desde aquel día, aunque el eco de esas presencias aún resuena entre líneas.

